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Brexit al día

14 de octubre de 2016

El grito de guerra de la campaña para que Gran Bretaña abandonara la Unión Europea era que había llegado el momento de que las propias instituciones nacionales del país arrebataran el poder a los tribunales y parlamentos irresponsables del otro lado del Canal. Así que no deja de ser irónico que, el 3 de noviembre, los partidarios del Brexit se indignaran cuando tres jueces británicos, reunidos en el Tribunal Supremo de Londres, dictaminaron que, en virtud de la legislación inglesa, la decisión de poner en marcha el Brexit debía corresponder al Parlamento soberano de Gran Bretaña, y no solo al Gobierno.

La nebulosidad de la Constitución no escrita británica contribuye a la confusión en torno a la sentencia (véase el artículo). De hecho, la sentencia del Alto Tribunal puede retrasar el Brexit unas semanas, pero no lo pone en peligro. Si el Gobierno pierde su recurso ante el Tribunal Supremo el mes que viene, tendrá que pedir la aprobación del Parlamento antes de activar el artículo 50 del Tratado de la UE, la vía legal para el Brexit. En teoría, los diputados podrían rechazarla, pero no lo harán: aunque la mayoría preferiría quedarse, no ignorarán el referéndum celebrado en junio, que se saldó con un claro voto a favor de la salida.

Tampoco deberían. Pero el caso brinda al Parlamento la oportunidad de hacer valer su papel en las negociaciones del Brexit, de las que hasta ahora ha sido marginado por el Gobierno (ver artículo). Desenredar a Gran Bretaña de Europa será un proceso de varios años que implicará cientos de decisiones difíciles, no una separación rápida cuyas instrucciones fueron proporcionadas por el veredicto de una sola palabra del referéndum. Los detalles de la propuesta de divorcio deben ser discutidos en público por los representantes elegidos por los británicos, no determinados por su primer ministro no elegido, solo y en secreto.

El pueblo ha hablado. Pero, ¿qué han querido decir?
Se suponía que el referéndum resolvería de una vez por todas la relación de Gran Bretaña con Europa. Sin embargo, al tiempo que zanjaba el debate sobre la permanencia en la UE, suscitó muchas más preguntas. ¿Debe Gran Bretaña permanecer en el mercado único o en la unión aduanera? ¿Cuánto debe pagar al presupuesto de la UE por ese privilegio? ¿Debe mantener la libre circulación de personas? ¿Qué tipo de frontera debe tener con Irlanda? Y así sucesivamente, desde la protección de patentes hasta la exploración espacial.

El resultado del referéndum no ayuda en ninguno de estos asuntos. Tampoco lo son las promesas hechas por los Brexiteers durante la campaña. Algunas, como la idea de que Gran Bretaña podría mantener sus privilegios comerciales con Europa y, al mismo tiempo, poner fin a la libre circulación de inmigrantes, se excluyen mutuamente. Otras, como la afirmación de que Gran Bretaña podría recuperar cientos de millones de libras a la semana de la UE para gastarlas en el Servicio Nacional de Salud, eran simplemente falsas.

Theresa May, que votó a favor de la permanencia y luego se convirtió en primera ministra cuando sus rivales del Brexit tropezaron con sus propios cordones, está presumiblemente formulando respuestas a estas preguntas. Sin embargo, los británicos no saben adónde quiere llevarles. No ha publicado ningún plan, ni siquiera una declaración de objetivos. Sus comentarios sugieren que ha optado por dar prioridad al control de la inmigración, aunque ello signifique renunciar a la pertenencia al mercado único (sólo dice que Gran Bretaña debería seguir "comerciando y operando en él"). Este tipo de "Brexit duro" es el que prefieren los más partidarios del Brexit. Pero no está claro que los ciudadanos estén de acuerdo. Según una encuesta reciente, la mayoría preferiría pertenecer al mercado único antes que controlar la inmigración.

Es hora de recuperar el control
Intentar leer la mente de los votantes estudiando las encuestas o los titulares de los tabloides es un enfoque equivocado. En su lugar, el camino hacia el Brexit debería ser objeto de un debate público transparente. Gran Bretaña tiene un organismo diseñado precisamente para ese fin. Sin embargo, el Gobierno se ha resistido a dar al Parlamento la posibilidad de opinar sobre su estrategia, o incluso de supervisarla. Una de las razones es la paranoia ante una contrarrevolución. Los partidarios del Brexit ven complots del establishment por todas partes: desde el Banco de Inglaterra, cuyo gobernador han hecho todo lo posible por expulsar, hasta el Tribunal Supremo, cuyos jueces fueron calificados de "enemigos del pueblo" por un periódico histérico. Gran Bretaña debe superar urgentemente la idea de que incluso discutir las posibles versiones del Brexit es cuestionar el resultado del referéndum. La votación de junio no proporcionó ningún plan; hay que considerar todas las opciones.

La otra razón que aduce el Gobierno para justificar su secretismo es que no quiere mostrar sus cartas en las negociaciones: si Gran Bretaña quiere burlar a sus enemigos en Bruselas, debe mantener su estrategia en secreto. Se supone que el debate parlamentario desvelaría el juego. Sin embargo, esto equivoca la tarea que tenemos por delante. Negociar el Brexit no es como vender un coche de segunda mano con un dudoso secreto bajo el capó. La ruptura de una unión jurídica, política y económica de 40 años y las negociaciones comerciales que la seguirán deben hacerse abiertamente. En Estados Unidos, el Congreso exige un esbozo detallado de los planes del Presidente antes de concederle permiso para negociar acuerdos comerciales que promete no modificar. En la UE, Bruselas es notoriamente hermética. Además, allí las negociaciones no se basan en posiciones secretas de repliegue, sino en un tanteo gradual hacia el compromiso.

Gran Bretaña no votó para recuperar el control de Europa solo para que las decisiones las tome un primer ministro que pretenda de algún modo canalizar la voluntad del pueblo por mera intuición. El Parlamento es el lugar en el que deben desenredarse los enrevesados detalles del Brexit. Quienes niegan a los británicos ese derecho son los verdaderos enemigos del pueblo.

Artículo de The Economist.

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